Dos piezas del otro Tolstoi
Una extraña piedra conservada en el Museo de la bruja de Segovia
Más que la coincidencia del apellido con Tolstoi, autor que no reviste para mí el interés que debiera, de este pequeño texto me atrajo el segundo de sus relatos, inspiración de uno de los segmentos de Las tres caras del miedo (1963), la película con la que Mario Bava me cautivó.
Antes de llegar a esas notables páginas, la edición presenta otro relato de este otro Tolstoi, primo segundo del autor de Guerra y paz (1863-1869). El vampiro, la pieza en cuestión, como señala Enrique Moya Carrión en su interesante nota preeliminar, es una más, de las no pocas, narraciones sobre el No Muerto que se adelantaron al sobrevalorado Drácula (1897) de Bram Stoker. Yo siempre he exaltado El vampiro (1819), de John Polidori, el desdichado medico de Lord Byron y el hazmerreír de aquel verano de 1816 en Villa Diodati, en las inmediaciones del Lago de Ginebra que vio nacer a Frankenstein en un mítico duelo de ingenio entre Percy Byshee Shelley, Mary Shelley y el propio Byron. Pero Moya nos propone otros títulos para regocijo de los que como yo abominamos de la cultura gregaria y oficial.
Amén del célebre Carmilla del gran Sheridan Le Fanu, cuyo primer pie de imprenta data de 1872, el traductor nos recuerda que hay un vampiro previo al de Stoker en el Baudelaire de Las flores del mal (1857). En efecto, de título inequívoco, el maestro escribe en El vampiro, uno de los poemas allí reunidos: "Tú que como una cuchillada/ entraste en mi triste pecho,/ tú que, fuerte cual un rebaño/ de demonios, viniste, loca,/ a hacer tu lecho y tu dominio/ en mi espíritu humillado".
También se habla de vampiros en Los cantos de Maldoror (1869), del conde de Lautréamont. Por citar sólo tres, de las más insignes referencias al Nosferatru, anteriores al dudoso Drácula (1897) de Stoker. Pero vayamos, en fin, al tema que nos ocupa antes que a las divagaciones sobre la obra de un autor como Stoker, al que profeso tal antipatía que este mismo sentimiento me descalifica puesto a expresar ningún juicio sobre él o sus páginas.
El vampiro del otro Tolstoi tiene todo el encanto de la gran narrativa de miedo. Pero acaba por ser una obra fallida. Y lo es porque defrauda las expectativas que ella misma despierta con el argumento más fácil: atribuyendo una buena parte de las explicaciones de la trama a una experiencia onírica de su protagonista. No obstante, hay momentos que me han proporcionado un gran deleite. Sin ir más lejos, uno de ellos es el comienzo de la narración, que tiene lugar en un baile en casa de la brigadiera Sugrobina. Runevski, el narrador, es uno de los invitados. No tarda en reparar en Rybarenko, otro de los asistentes a la velada, quien observa algo tan distraído que no se percata de que la cola de su frac está dentro de una chimenea y empieza a humear. Cuando le advierte, Rybarenko confiesa a Runevski el motivo de su descuido: acaba de darse cuenta de que la anfitriona y algunos invitados son upires. Según Rybarenko, ése es el verdadero nombre ruso de los vampiros.
Sea cual sea la denominación rusa de de estas criaturas de la noche, podríamos decir que, con las mismas que de un tiempo a esta parte se viene dando a las aventuras Tintín y a los personajes que las pueblan el nombre que al traductor le viene en gana, cabría acortar las denominaciones de los protagonistas de las novelas rusas. Simplemente con referirse a ellos mediante un solo nombre, más o menos próximo a nuestro santoral y sólo uno. Sería suficiente y agilizaría enormemente la narración.
Hecho este inciso, volvamos al asunto que es lo que en verdad importa. Runevski presta más atención a los encantos de Dasha, la sobrina de la Sugrobina, de la que está prendado antes que a las observaciones de Rybarenko sobre los bebedores de sangre, a las que no da crédito. Máxime considerando que quienes frecuentan la casa de la brigadiera Sugrobina le aseguran que está loco y envejecido prematuramente.
No obstante, Rybarenko asegura ser un experto en los upires. Llega a distinguirlos incluso por cierto ruido que hacen con los labios. Ése es el caso de Sesión Semiónovich, uno de los acólitos de la brigadiera. Rybarenko adquirió sus conocimientos tiempo atrás en una experiencia que tuvo en Italia, en la ciudad de Como, a donde acudió para seguir una cura de "zumo de uva". Se inicia entonces ese otro relato dentro del principal que suele ser tan frecuente en el género.
La visita a Italia del enfermo ruso gira en base a una mansión maldita, la Casa del Diablo, en la que se aparece el espectro de Titta Cannelli, un contrabandista que murió ajusticiado. Para demostrar que la maldición que pesa en el lugar sobre la casa es infundada, Rybarenko y otros dos rusos residentes en Como deciden pasar una noche en ella.
Lo que sucede es bastante previsible, pero no por ello menos atractivo. Puede decirse que recuerda a los fragmentos referidos a los gomeles de El manuscrito encontrado en Zaragoza (1804), de Jan Potocki. Cada uno de los compañeros imagina una experiencia sombría y exotérica en la que aparecen los otros dos, además del espectro de Cannelli, y otras almas en pena que tienen los rostros de los habitantes de quienes les han negado la maldición de la Casa del Diablo. En todo ese tropel de insólitos prodigios, no faltan ni siquiera grifos y otros animales mitológicos que en algún momento incluso llegan a chirriar. Sobresale igualmente en toda esa serie de coincidencias y realidades que confirman lo soñado una hermosa mujer que aparece en un fresco que adorna la habitación de Rybarenko. Al descender de la pintura y cobrar vida, toca una melodía tan seductora como ella misma.
De regreso a Rusia, Rybarenko tuvo oportunidad de comprobar las similitudes entre la casa de Como y la de la brigadiera Sugrobina en los alrededores de Moscú.
Cuando la narración vuelve a recuperar el primer tiempo, es Runevski quien se aloja en la mansión Sugrobina. Le ha llevado hasta allí su deseo de hacer la corte a Dasha, aunque la familia ha dispuesto para él a Sofía Karpovna. Ahora es el propio Runevski quien comienza a ser presa de extraños sueños en los que cree ver a Dasha. En realidad se trata de su madre, quien tiene el tacto de un cadáver. Fue vampirizada por la brigadiera y ese mismo destino es el que aguarda ahora a Dasha. Emparentados con los habitantes de la casa italiana, la Sugrobina y sus acólitos -además de partidarios de la cusa de los carlistas españoles en la Primera Guerra Carlista (pág. 121)- pertenecen a una antigua estirpe de vampiros, cuya suerte Tolstoi vuelve a explicarnos mediante los premonitorios sueños de la realidad de Runevski. Muchos de éstos tienen lugar durante el delirio que sufre a consecuencia de las heridas que le provoca en un duelo el hermano de Sofía Karpovna, quien considera mancillado el honor familiar cuando Runevski rechaza a la muchacha.
En sus visiones oníricas, amen de confundir a Dasha con su madre y reconocer a alguno de los personajes italianos de los que le habló Rybarenko, Runevski llega ver a la brigadiera vampirizando a su amada. Kleopatra Platonovna, otra de las acolitas de la Sugrobina consciente de la muerte que tuvo la madre de la muchacha es la única presta a ayudarla.
Cuando Runevski se recupera y puede casarse con Dasha, con el beneplácito incluso de su antiguo contrincante en el duelo, primo de la muchacha, todo parece aclararse. Pero el esposo no tarda en comprobar que el cuello de Dasha luce las clásicas cicatrices de la succión. Runevski parece entonces admitir que Dasha es una upire y Tolstoi nos adelanta así todo ese vampirismo, en el que los amantes se entregan voluntariamente al no muerto, que a mi juicio nace con Anne Rice y vive su apogeo en las actuales propuestas del género.
La familia del Vurdalak, el relato en cuestión que llamó mi atención es una pequeña maravilla. Ambientada en la campiña de Serbia, viene a confirmar lo estrechamente ligados que están el vampirismo y la lucha contra el turco desde los días de de Vlad IV (1431-1476)[1].
En esta ocasión, el protagonista es el señor D'Urfe, un francés nostálgico del Antiguo Régimen que, ya en la senectud, en 1815, refiere a un grupo de damas en Viena una historia que protagonizó en su juventud, en los días en que él también participaba en el juego del amor. Empieza así la narración.
Encargado de una misión diplomática en Molvadia, cuando pone al corriente de ello a la duquesa de Gramont, una de las damas con las que coquetea en París, ésta le da un crucifijo aconsejándole que no se desprenda nunca de él.
Ya en ruta, al llegar a un pueblo "cuyo nombre carece de todo interés" y buscar alojamiento en una casa, sus habitantes se muestran abatidos porque Gorcha, el patriarca de la familia, ya hace más de diez días que partió en busca de un bandido turco que asola el lugar. Antes de su marcha, el anciano les advirtió que si no había vuelto después de esa decena de jornadas y acababa por hacerlo en la undécima no le dejaran entrar porque se habría convertido en un vurdalak.
Entre los hijos de Gorcha -personaje interpretado por Boris Karloff en la película de Bava- se encuentra Zdenka, la joven que no tardará en atraer a D'Urfe. Esa misma noche, el uurdalak regresa a la que fuera su casa. Aunque muestra en el corazón una herida mortal de necesidad, sigue vivo. Todo delata que es un no muerto que, como es costumbre entre estos vampiros, busca a sus allegados. No obstante, la familia se apiada de él y uno de los hijos hace desaparecer la estaca que había dispuesta para darle muerte.
Atrapado en el lugar por las nieves, Mientras D'Urfe se enamora de Zdenka, en la que distingue la voz de la duquesa Gramont cuando canta canciones de amor, toda la familia del Vurdalak va sucumbiendo a la sed de sangre de Gorcha y contagiándose del mal.
Tras retomar su camino, cumplir la misión de su viaje y olvidar a Zdenka en las líneas más bellas de todo el libro -aquellas del primer párrafo de la página 158 que rezan: "Es triste reconocerlo pero no se puede obviar esta gran verdad: no existen en el mundo sentimientos duraderos"-, en su viaje de regreso, D'Urfe, dos años después, vuelve a pasar por el lugar y pregunta por sus antiguos anfitriones a un monje de un monasterio cercano. Gorcha ha convertido en vampiro a todos los lugareños y Zdenka ha enloquecido. Sin embargo, desoyendo los consejos del ermitaño, que le ofrece alojamiento, D'Urfe se dirige a la casa de la que tanto quiso.
Zdenka le reprocha que la olvidara y él vuelve a quedar prendado de ella. Pero ya es tarde, insiste la muchacha, que le urge a que se marche. De pronto cambia radicalmente su actitud. Jura quererle más que a su alma y le insta a que se quede. El francés repara entonces en que la joven se ha desprendido de todas sus beaterías de antaño y que se aparta como un vampiro del crucifijo que le entregó la duquesa.
Tras conseguir escapar de la casa mediante una argucia, sus antiguos anfitriones, ahora todos vurdalaks, le persiguen. Zdenka incluso llega a subirse a su caballo jurando que le quiere más que su alma. D'Urfe ha de desprenderse violentamente de ella cuando la muchacha intenta morderle el cuello.
Un texto delicioso, pese a que su primera pieza sea una obra fallida, que me ha devuelto el placer que me causaban las novelas de miedo a finales de los años 90.
[1] Héroe nacional rumano, el voivoda de Valaquia fue apodado Tepes -el Empalador- porque, en su lucha contra los invasores otomanos ordenó el empalamiento de miles de enemigos. También fue conocido como Dracul, dragón o diablo en lengua vernácula.
Publicado el 21 de agosto de 2010 a las 17:00.